El viaje a Icalma era más que solo una escapada de verano. Desde el momento en que dejábamos la carretera y nos adentrábamos en el camino polvoriento, los sentidos se despertaban. Aunque estábamos a más de ochenta kilómetros de distancia, el aroma del lugar envolvía el aire y despertaba la anticipación en nuestros corazones.
Icalma tenía tantas maravillas que nos atraían: la serena laguna, las majestuosas montañas, los imponentes árboles de araucarias y coigües. Pero entre todas las maravillas naturales, había una adicción que no podía pasar desapercibida: el pan amasado. Sin él, Icalma no sería lo mismo.
Al llegar, montábamos nuestro campamento junto a la orilla de la laguna, y en poco tiempo, nuestro anfitrión aparecía. Siempre era el mismo, Alfredo Neipán. No es que no hubiera otros, pero de alguna manera, nos reconocíamos mutuamente. Año tras año, Alfredo nos recibía y cambiaba nuestro reloj interno al huso horario pehuenche.
Con Alfredo compartíamos momentos preciosos. Conversábamos, poniéndonos al día y recordando historias pasadas, mientras comenzábamos nuevas conversaciones. Intercambiábamos presentes, y yo le entregaba la harina y la levadura, que se convertirían en el delicioso pan amasado que llegaría caliente a nuestras manos a las 8 de la mañana.
A lo largo de esos años, aprendí muchas lecciones valiosas. Descubrí hasta dónde había llegado la nieve en el último invierno, reconocí las araucarias que daban piñones y aprendí que comer dos veces al día era la mejor forma de aprovechar la luz del sol. Aprendí a comunicarme por señas para llegar a lugares remotos, a excavar pozos cerca del lago para obtener agua limpia y fresca, y a recolectar leña de calidad. Aprendí que la admiración y el respeto generan reciprocidad, y que escuchar a los demás mirándolos a los ojos no cuesta nada, pero su satisfacción se multiplica como los panes.
Por razones que ya no recuerdo, dejé de visitar Icalma. Hace poco, un amigo me puso al día: el camping todavía existe, ahora más organizado, pero manteniendo ese mismo espíritu que conocimos. Y Alfredo sigue siendo el portador de noticias. Él y su hijo Rudy se han convertido en artesanos reconocidos a nivel internacional. No me sorprende. Nunca los vi trabajar la madera, pero en Alfredo siempre hubo una mirada especial, una mirada que expresaba su profunda devoción por su tierra, su familia y sus tradiciones. Creo que ha llegado el momento de ponernos al día, de volver a disfrutar juntos de un pancito amasado recién salido del horno de barro.